sábado, 20 de septiembre de 2014

Qué mal nos queremos

Qué mal nos queremos. Qué mal andamos de cariño del bueno. Qué poco nos paramos a darnos lo nuestro. Y ya no digamos lo de los demás. Qué pronto se acabó lo que se nos daba, si es que se nos dio. En este déficit emocional globalizado y transnacional no existen ya ni clases medias ni clases altas, aquí todos somos mileuristas de un amor hipotecado, aquí todo el mundo es un sin techo de amor del que duele cuando sana, amor del de verdad.
Y todo por querernos mucho, muchísimo, sí, pero mal, con lo cual acaba siendo peor el remedio que la enfermedad. Porque cuando algo es malo y sin embargo escaso, no hay que preocuparse demasiado, es mucho más fácil de evitar, y ya no digamos de erradicar. Pero si encima te lo profesan en cantidades industriales, si hablamos de una pandemia a nivel mundial, inténtate tú escapar. Es imposible. Y así nos va.
Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos por descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí, sin pedir nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que hacer mucho para currárselos. Es el querer de una madre, sí, pero también cualquier amor que llegue demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado incondicional, ése que cuando te vienes a dar cuenta de que lo tenías, te giras y ya no está. Y es entonces cuando empiezas a echarlo de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no se le puede corresponder… ni apartar.
Y es que no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el amor propio, el amor a uno mismo. Ése que alguno confunde con soberbia o prepotencia y a otros les da vergüenza manifestar. La gente aquí no tiene punto medio: o se pasa de frenada, como es mi caso, o en su vida no lo llega ni a probar. Esta última es la humildad mal entendida, la que te divide día a día como individuo y te apaga como una vela en medio de esta tempestad a la que llamamos rutina. Lo necesario que es pasar más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo difícil es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un poquito más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y comprobar que cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban refugiándose un poco más allá.
Y así no es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos enamoramos y hacemos ver que nos da igual. Vayamos poquito a poco, no te vaya a soltar un te quiero demasiado pronto, no nos vayamos a precipitar. Como si esto que te sale del corazón fuese agua del grifo. Ahora lo caliento, ahora lo enfrío. Ahora le doy a chorro. Ahora gotita a gotita y no más. Y el día menos pensado se te olvida quitar la llave de paso y te encuentras flotando empapado en medio de tu propia soledad. Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede elegir la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismos, tratando de convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha dejado de escuchar.
Dentro de este ramillete improvisado de amores nocivos, no podíamos olvidar los que encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los yonkis de la intensidad. Es difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo consiguen. Y entonces qué. Porque destruirse es como acariciarse: por muy bueno que seas contigo mismo, siempre hay alguien que lo hará mucho mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú no llegarías jamás. Y es que nadie me hiere como tú.
Qué mal nos queremos cuando quererse es atraparse, meterse en una urna y verse marchitar. Entramos en el mundo de los reproches, de las libertades fingidas, del tú verás, del te quiero tal como te imagino. 'T'estimo, ets perfecte, ja et canviaré'.
Y para terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la inmensa horda de amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería, porque a nadie se le ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas que cenan siempre en silencio. Parejas que si se cuentan el día, lo hacen como quien repasa sin hambre la carta. Parejas que han olvidado que el hecho de hablar no tiene nada que ver con el acto de comunicarse. Para lo primero basta con mover la boca y emitir fonemas. Para lo segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.
Y hablando de ajenos.
Por muy mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.
A que sí, cariño.

Risto Mejide.

martes, 1 de julio de 2014

"La cosa más insignificante puede cambiarte la vida. En un abrir y cerrar de ojos, cuando menos te lo esperas, ocurre algo por casualidad que te embarca en un viaje que no habías planeado, rumbo a un futuro jamás imaginado. Quien sabe a donde te llevará, es la aventura de nuestra vida, nuestra búsqueda de la luz, pero a veces para encontrar la luz hay que atravesar las más profundas tinieblas."

Ese instante de felicidad

Ese instante de felicidad..., cuando ha estado lloviendo hasta hace un momento, tienes que salir y decides no coger el paraguas. Y en cuanto estás fuera aparece el arco iris y justo después el sol. Y de golpe comprendes lo que es la confianza.

Ese instante de felicidad..., cuando hablas por teléfono y le estás contando como te ha ido el día. Ella te pregunta: <<¿Dónde estás ahora?>>, y mientras tú se lo estás diciendo, llega en el coche y te sonríe.


Ese instante de felicidad..., cuando estás en la cola del supermercado y no tienes prisa, pero el de delante, no se sabe por qué, te mira, ve que llevas muchas menos cosas que él y decide dejarte pasar. Tú dices que no importa, faltaría más, y sonríes. Sientes que tienes un amigo para siempre. Aunque no volverás a verlo.


Ese instante de felicidad..., cuando esperas que te llegue un mensaje, ese mensaje, y miras el móvil mil veces, pero nada, no llega. Después te despistas un momento... ¡y ahí está! Entonces lo abres y dice exactamente lo que tú deseabas.


Ese instante de felicidad..., cuando, después de estar meses pensando qué regalo hacer, te paras y comprendes que es el día lo que tiene que convertirse en un regalo. Y entonces lo programas todo, de la mañana a la noche, para que cada instante sea una sorpresa irrepetible. Y esperas que ella pueda amarte todavía más.


Ese instante de felicidad..., cuando has acabado una tarea pendiente y quizá te ha costado un  gran esfuerzo y no estabas seguro de lograrlo. Pero sí, lo has conseguido. Y te sientes un campeón, pero uno de esos que ganan en secreto, corriendo de noche en una pista desierta, sin público.


Ese instante de felicidad..., cuando se te cae algo del bolsillo y no te das cuenta y alguien te llama porque lo ha recogido y quiere devolvértelo. Por un instante no lo entiendes y casi desconfías, pero luego lo miras  a los ojos y ves que es sincero. Aunque sólo sean veinte céntimos, te parece que te han devuelto un tesoro.


Ese instante de felicidad..., cuando por fin, después de haber perdido un montón de pases, pillas uno bien, te acercas a portería, no lo piensas, chutas y marcas gol. Se te tiran todos encima, te estrujan, te ahogan, y te parece que has ganado el Mundial aunque vayáis 4 a 1 a favor de los otros...


Ese instante de felicidad..., cuando, después de esperar todo un día sin dejar de controlar el icono de las notificaciones de Facebook para ver aparecer un <<1>> en los mensajes, por fin llega. Ella lo ha visualizado. Y ha contestado, ha escrito algo que hace que te sientas importante.


Ese instante de felicidad..., cuando te queda poca batería en el móvil pero ella te llama y tú esperas que la carga aguante ese poco que basta para que ella pueda decirte <<Te quiero>>. Y sucede, y te dice<<Te quiero>>, y después de sólo un instante el móvil se muere, y tal vez te habría gustado decir tú también alguna palabra de amor, pero en cambio te quedas allí, con tu sonrisa bobalicona...


Federico Moccia